Hace calor, no calor de
verano pero sí de un día de claros siendo yo el punto de mira del sol con mi
manga larga negra.
Hoy en el trabajo entre papel y papel he perdido la
noción del tiempo, a lo tonto he salido casi una hora más tarde de lo habitual,
cosa que a fin de cuentas he agradecido. Cojo el móvil y tengo dos llamadas
perdidas de Él, el metro está a rebosar de gente y no lo habré oído.
Efectúo el transbordo que me traslada a la línea cinco.
Nada más entrar al andén suenan unas carcajadas e involuntariamente giro mi
cabeza hacia ellas. Es una pareja algo más joven que yo, intento escuchar la
conversación y me acerco un poco, la chica se da cuenta y me sonríe. Me acuerdo
cuando empecé mi relación con Él hace tres años, al principio no me atraía nada
pero poco a poco nos fuimos pareciendo a esa pareja que tenía a mi derecha, a
pesar de que Él no solía mostrar muestras de afecto en público.
Me he sentado en un banco frío y metálico que ha acabado
difuminando mi dolor de estómago. Desde aquí ya no oigo a aquellos dos y queda
un minuto para que llegue el siguiente tren. Empieza a escucharse mi politono, a veces, si me preguntaban por el nombre de la canción nunca sabía qué decir, no se
me da muy allá pronunciar el francés. Cuando lo puse por primera vez me daba
miedo no oírlo y no poder contestar a tiempo. Ahora lo dejo sonar hasta que
cuelgan.
Mantengo los ojos cerrados, cuando los vuelvo a abrir me
encuentro otra vez con el uno y empieza a retumbar en mi cabeza: “No va a
llegar nunca.” “No voy a llegar nunca.” “No…” Mis pensamientos se ven interrumpidos
por el insoportable ruido de las ruedas al frenar, que lejos de calmarme han
conseguido alterarme más.
Entro en el vagón y busco algún sitio libre en el que
sentarme. No ha habido suerte, todos los asientos ocupados; el niño que tengo a
mi lado se me queda observando, parece que me está estudiando, hace un
recorrido visual desde mis tacones hasta el moño desaliñado con el que había
querido parar el ardor del cuello.
En la siguiente parada el niño se baja y le sonrío, pero
mantiene la mirada seria e inocente. Va con su madre, resalta en su cara dos
ojos azules delineados con un lápiz de ojos oscuro. Él hace unos meses me dijo
que me prefería sin maquillar, las veces que me he pitado desde ese momento se
pueden contar con los dedos de una mano.
En esta misma estación se sube una chica alta y rubia,
Marisa, coincidía con ella en algunas clases de segundo de carrera y hablábamos
de vez en cuando sobre su novio, los apuntes y libros. Se sitúa enfrente de mí
y nuestras miradas se cruzan. Me reconoce y se acerca eufórica, en unos
segundos ya me está contando su vida de soltera y lo mucho que duerme estando
parada. Un lado de mí siente envidia, pero según va hablando me da pena, debe
sentirse muy sola. Nos despedimos con dos besos y me bajo en mi parada.
A lo tonto he pasado seis estaciones y le doy
secretamente gracias a Marisa por hacérmelo más ameno. Una gran masa de gente
se abalanza hacia la salida y voy avanzando, estratégicamente, por los huecos
que van dejando. En las escaleras mecánicas un hombre está bloqueando el paso
izquierdo y me impide seguir subiéndolas andando. Cuando salgo por fin a la
calle, el cielo presenta unas nubes grises dignas de admirar. El gris siempre
ha sido uno de mis colores favoritos, a decir verdad, todos los colores por los
que va pasando el cielo me parecen preciosos.
Me dispongo a acelerar el paso para llegar a tiempo a
casa. Él me llama y noto su voz seria y más grave de lo habitual. Después solo
oigo silencio, me he quedado sin batería. ¡Lo que me faltaba!
Empiezo a dar largas zancadas y la cadera me empieza a
dar unos fuertes pinchazos, relajo el paso. Me quedan unos veinte largos minutos
hasta llegar a casa y verle a Él. Ya debe estar exhausto por la espera…
Maldigo haberme puesto tacones hoy, mira que Él siempre
me ha dicho que no le gustan, tendría que hacerle más caso. Tengo los pies
doloridos, sudorosos y me duelen los metatarsos. Hace unos cinco años aguantaba
cinco horas de fiesta con ellos, ahora apenas soporto el dolor cuando estoy
sentada.
Sin el móvil, ya no sé qué hora es. Cuando llegue Él va a
estar malhumorado y vamos a acabar discutiendo. Se me quitan las ganas de
llegar a casa y con ellas, la prisa. Empiezo a ir más despacio e
inconscientemente comienzo a andar en una línea recta guiándome por la acera.
Por un momento creo que me he perdido, pero diviso el bar
de la esquina y me doy cuenta de que cada vez estoy más cerca de casa, de Él.
Decido entrar a la cervecería, dudo un instante pero ya llego tarde asique una
caña no me van a perjudicar más.
El de la barra me conoce y cuando termino la caña me
invita a otra, por fin algo me saca una sonrisa sincera. Me remango y al ver el
morado me vuelvo a tapar. Acuesto un poco la cabeza en la barra y cierro los
ojos. Noto el temblor de mi párpado inferior y los mantengo cerrados hasta que
termina. Al abrirlos de nuevo la luz me molesta y definitivamente decido
volverlos a cerrar.
El tiempo ha dejado de importarme, me siento más cómoda,
el sabor de la cerveza me ha reconfortado. Él odia que beba alcohol, si
estuviera ahora mismo delante empezaría a refunfuñar a regañadientes y me
llevaría a casa para poder regañarme con sólo las paredes como testigo. Soy un
verdadero desastre, asique me suele hacer entrar en razón y hace que me de
cuenta de los errores que cometo, aprendo mucho a su lado.
Cuando empecé mi relación con Él mi hermana se volvió
paranoica y no paraba de inventarse que no era bueno para mí, que iba a perder
el tiempo y me iba a arruinar la vida. Cuando se lo conté a Él, se rió y me
beso en la frente, desde ese momento supe de verdad que sólo iba a protegerme y
que jamás me haría daño. ¡Qué equivocaba estaba!
El hombre de la barra enciende el equipo de música del
bar, ha elegido una canción de Miles Davis, el Jazz me gusta muchísimo, ahora
me siento a gusto de verdad, hacía mucho que no me sentía tan liberada. Llevo
tanto encerrándome en mi misma… Los acordes de la trompeta suenan tristes a lo
lejos y me dejo llevar por ellos.
Estoy sonriendo, es una leve sonrisa pero está ahí, presente. Cuando salía con mis amigas
solíamos bailar con movimientos lentos y sinuosos. Íbamos siempre al compás de
la música y parecía que una fuerza invisible nos coordinaba.
Han pasado ya unas horas desde que salí del trabajo. Aún
sigo sentada en la barra del bar de la esquina con el culo de la tercera caña
ya caliente. Alguien entra en el bar, la luz sigue molestándome, decido dejar
los ojos entre abiertos para acostumbrarme a ella. De repente noto una mano fuerte
que me presiona el hombro derecho, el pecho se me acelera y prefiero continuar
con los ojos cerrados.
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Escrito en mayo del 2013
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